domingo, 27 de mayo de 2012
Marina
Junto a Marina me senté en un pequeño banco del bulevar de Plaza Venezuela. Ambas nos habíamos encontrado en un lugar anterior. Yo transitaba tranquila frente a las vidrieras.Cuando vi acercase una muchacha como de mi edad aunque más esbelta y de cabellos rojos. Era mi amiga Marina, compañera de años atrás, en el liceo privado donde ambas estudiábamos. Marina era ahora pelirroja, había hecho uso de su tinte rojizo para teñir su bella cabellera castaña. Me gustó encontrarme con ella, pero no sé porque me hizo sentir, mayor super-adulta y quizás vieja. Cuando apenas contaba con mis escasos diez y nueve años. A decir verdad, yo sabía que había madurado muy de prisa. Pero en ese instante reflexioné el por qué y no hallé respuesta. Marina siempre había sido muy alegre y conversadora pero en esas pocas horas diría yo, que batió su récord. Me habló de tantas cosas, algunas que ahora no las recuerdo, porque tal vez no me llamaron la atención, pero otras si lo hicieron. Me comentó que iría de nuevo a la peluquería para teñirse el cabello en rubio y hacerse las uñas. Me habló largamente de sus dos novios uno rubio, blanco y muy fuerte llamado Andrés. El otro de clase media trabajador y estudiante, moreno e inteligente llamado Mario.Dos hombres diferentes, dos oportunidades de vida para la niña coqueta e inmadura de clase media alta. Yo sólo podía hablar de mis éxitos académicos, los cuales me llenaban en realidad de orgullo, pero para ella serían simples o quizás más bien aburridos. Ella me dijo que a ella no le importaba estudiar aunque sus padres aspiraban verla convertirla en una licenciada. Me habló de París, donde iría a vivir si se casaba con Andrés, que era admisible, beneficioso para ella y su familia, de sus ganas de visitar tiendas y gastar muchísimo dinero; ir todas las noches a las discotecas y conocer la vida nocturna parisina. Por fin cesó de hablar de tantas gafedades juntas y en un repentino movimiento se acercó a mi mejilla. Me estampó un breve beso, diciéndome cortésmente que haría todo lo posible por no olvidarse de mí, cuando firmara las tarjetas de su próxima boda. La vi cruzar la calle y detener un auto rojo de alquiler, saludarme con su blanca mano y desaparecer como una ola marina; que no sólo había dejado en mí gigantes luchas interiores de mi existir. Sino sobre mi mejilla manchada de carmín, una robusta lágrima que se descendía a pesar de la mueca que formaba en ese instante mi sonrisa
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